6A, con a de Ana: Un homenaje escrito

Decidí tomarme algunos días para publicar este texto… Un homenaje escrito a una amiga editora no podía irse sin editar, ni mucho menos podía ser publicado a la primera, pero tampoco podía contar con censuras ni conteo de palabras… Esto no podía salir de mi cabeza, este, específicamente ESTE post, tenía que ser escrito por ‘mi corazón’.

Cuando comencé a hacerlo lo tomé como terapia, era la madrugada del día en que cada intento de conciliar el sueño se tornó en un nuevo recuerdo y que, tras darme cuenta de que no habría forma de calmar mis pensamientos, opté por observarles. Repleta de impotencia y de una pena tal que se me brotaba por los ojos, arranqué a escribir, no porque realmente quisiera hacerlo, sino porque dejarlo salir en palabras era la única forma saludable de lidiar con TODO lo que estaba sintiendo. Además, habiendo sido precisamente en nuestro trabajo en torno a la comunicación escrita el contexto en el que creció esa amistad que acababan de robarme, ¡esta me parecía la mejor ‘despedida’!

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6A, con a de Ana

Honestamente ni me acordaba que sería su cumple, ni calculé estar ahí en el día que iniciaban las clases… De hecho ni siquiera estaba supuesta a estar en España en esas fechas en primera instancia, pero mientras vivía en Addis Abeba, Etiopía, se dio la cuadratura perfecta para permitir que yo acabara retornando brevemente a Madrid por motivos familiares. Cuando se lo comenté a Ana Laura ella me dijo emocionada que le encantaría ir a verme pero que honestamente no lo creía muy posible, a fin de cuentas ella no sólo tenía allí a su hijito, a su amado y a su madre, sino que estaba aún un tanto afectada por sus últimos tratamientos médicos.

Ana Laura fue mi antigua compañera de trabajo y fue también egresada de La Salle, aunque algo más que un lustro antes que yo.

Gracias a un mensaje que publicó en sus redes sociales fue que llegué a trabajar como diseñadora creativa para la galería de arte y grupo editorial de District & Co. Ella tenía años laborando allí y dio la voz de alerta de la vacante. Cuando llegué a la oficina me recibió con una inmensa sonrisa y por un buen rato me acompañó en ese pintoresco lobby que luego se convertiría en estampa de mi cotidianidad.

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Antes de eso apenas la conocía por referencia y porque en la época en la que todos eran feos, tanto ella como su hermana menor eran memorablemente hermosas. Las Pérez Sobrino, desde el colegio, tenían esa magia que trascendía su belleza física y su estilo jovial junto a su contagiosa sonrisa te hacían notar su gracia de manera casi inmediata.

El tiempo que trabajé en District fue, en sentido general, muy divertido y allí conocí a gente extremadamente “curiosa” con la cual a la fecha me conecta un especial cariño. Recuerdo, pese a mi mala memoria, un montón de momentos de esa etapa…  

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Recuerdo cómo fue evolucionando nuestra amistad y como disfrutabamos compartir historias como las relaciones de pareja, lo feliz que ella llegaba cada vez que “su piloto” estaba en tierra, cuando llegó la idea de tener un hijito y aún está intacto el recuerdo del día que me dijo que estaba embarazada, al punto de incluso poder decir con exactitud la edición y artículo de la revista en el que estábamos trabajando al llegar la buena nueva.

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Cuando Anita tomó su licencia de maternidad, bajo su propia recomendación, asumí el rol de editora. Y aunque un tanto después me tocó recorrer otros caminos laborales y ya no nos veíamos diariamente, la conexión que logramos Ana Laura Pérez Sobrino, Claudina Sánchez, Stephanie Liriano y yo nos llevó a que, años después de mi partida de la empresa, aún buscáramos la forma de juntarnos y mantener el contacto entre nosotras cuatro.

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En uno de esos encuentros, a los pocos meses de ella dejar de lactar al pequeño T., recuerdo que nos contó que había sentido algo raro en uno de sus senos y que estaba haciéndose todas las pruebas de lugar. Tengo vívida, como si hubiera sido ayer, esa conversación de hace unos cinco años atrás, en la que le decíamos que hasta que no tuviera los resultados en mano, no había que estresarse. Llegaron los resultados y el panorama no pintaba bien, le hicieron un montón de pruebas y al darse cuenta de que era un tipo de cáncer súper agresivo sus médicos entendieron que la mejor opción era operar y así lo hicieron.

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Recuerdo estar en la habitación que tomamos como centro de acopio en el Hotel Embajador, para el montaje del estreno de la película María Montez, y escuchar que Laura Castellanos se despedía porque iría a acompañar a su familia mientras hacían un importante procedimiento quirúrgico a su cuñada, MI Anita.

Recuerdo haberme asomado al pasillo y haberle pedido, justo cuando se marchaba, que me le mandara un beso a Ana junto a mis mejores deseos de una pronta sanación y, tras su llegada a la premiere, recuerdo haber sido casi maleducada y antes de seguir el protocolo haber embestido a la conocida abogada y comunicadora con preguntas sobre cómo había salido todo en la operación.

Durante semanas mi Annette recibió los respectivos tratamientos en meses intermitentes hasta haberse considerado temporalmente sana y haber entrado en el habitual plazo de observación. Y todo había parecido tranquilo hasta que, en uno de sus chequeos habituales, los médicos notaron que unos indicadores tenían una curiosa relación que no solía implicar buenas noticias. Recuerdo las historias de cómo fue su adorado Rudy que la empujó a irse fuera y hacerse las cuchucientas mil pruebas donde se dieron cuenta de que el cáncer había vuelto y que incluso había invadido sus huesos y partes de su cerebro. Su familia y ella estaban buscando centros fuera del país para recibir un tratamiento así de específico y tras mucho investigar optaron por la opción que ofrecía España bajo la alegría de haber sido aceptada como paciente en un hospital extremadamente especializado.

Ejemplo de determinación y coraje, Annette se mudó a Barcelona para desafiar las estadísticas y, esencialmente, aferrarse a -y ganarse- cada uno de los minutos y segundos de vida que le fueran posible.

Evidentemente su caso fue un gran shock para todos los que la conocíamos y se movilizó mucha gente para apoyarla y facilitarle esta transición. Recuerdo que Alicia Puello, su amiga de la infancia, había hecho un evento en su nombre hacia febrero de 2017 y hasta recuerdo la foto que allí nos tomamos Glorianna Montás, mami y yo para mandarle ese día una sobredosis de cariño a nuestra querida amiga.

Recuerdo como Ana y su madre, Doña Isabel, se fueron estableciendo en Barcelona y como se les fue uniendo el resto de la familia. Allí Anita había recibido una serie de tratamientos, algunos experimentales, que aparentaban haber sido sumamente exitosos pues habían logrando reducir y hasta desaparecer algunos de sus tumores. Pero cuando todo parecía estar a pedir de boca volvían a salir fuera de rango los benditos marcadores y volvían Annette y su equipo de médicos a intentar nuevas opciones y dosis de tratamiento.

A mi nunca dejó de sorprenderme cómo, cual la clásica escena de “La Vita é Bella”, Ana Laura tomaba a broma cada uno de los nuevos efectos secundarios, los comparaba con los anteriores y me los contaba con una naturalidad sorprendente, dejando en evidencia que se trataba de la descripción de algo tan cotidiano como lo que comió el día anterior… Lo más “loco” es que desde su llegada a España esa era su cotidianidad y ella siempre la asumía ante todos con la misma gracia, esa que emanaba desde el cole.

En agosto de 2018, cuando en una de nuestras conversaciones habituales le dije que todo apuntaba a que volvería a España, y tras ella haberme dicho que le haría ilusión el ir a verme pero que las circunstancias no se lo permitían, me llegó una idea a la cabeza: visitarla. Yo, caprichosa al fin, me antoje de que nos diéramos un abrazo y literalmente fui “a por ello».

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Mi escapada a Barcelona, esa que algunos me piropearon en las redes sociales, no fue por la belleza de esta ciudad, ni por lograr mejores fotos en su excepcional patrimonio, fue para algo MUCHO más importante: amar, reír, acompañar y compartir con una amiga algunos ratitos tanto especiales como mundanos.

Como te mencioné antes, la calendarización de este viaje no dependió de mí, sino de las circunstancias que me llevaron de retorno a la Península Ibérica y, cuando le consulté a Ana Laura sobre las posibles fechas de visitarla se emocionó un montón pues la más viable era justo la que coincidía con el día de su cumple. Yo, con toda la viajadera de los días anteriores, estaba perdida en espacio y tiempo y no me enteraba bien ni de la fecha ni mucho menos era capaz de relacionarla con el cumpleaños de nadie, por lo que me tomó por sorpresa la casualidad.  

Compré mi boleto y desde Atocha Renfe, el día acordado, abordé un tren hacia Barcelona.

Recuerdo haber subido la escalera eléctrica y ver que allí estaba ella, tan sonriente como siempre.

Por más que viaje no deja de sorprenderme lo poderoso que es ese mágico momento en que vuelve a darse el milagro de encontrarme cara a cara con alguien que he querido y, tras días, meses y hasta años de distancia, ser capaz de, finalmente, sentirle auténticamente cerca y darle sus merecidos abrazos… Luego de unos cuantos apechurrones, ella se ofreció ayudarme a cargar cosas, ¡esa buena charlatana aún sin tener de vuelta todas sus fuerzas buscaba acomodarme a mí! Me dijo que aunque podíamos irnos en transporte público, la opción más apropiada era caminar hasta su casa y así lo hicimos, aprovechando el trecho recorrido para conversar y ponernos al día.

En la primera noche en la que nos sentamos a compartir en familia me enteré de otra casualidad: el día después de mi llegada era el primer día de clases del enano y por un golpe de chepa tuve el privilegio no sólo de estar allí sino de acompañarles y de poder hacerlo con cámara en mano, documentando los distintos momentos de la jornada: las risas, la ternura, los nervios, las lágrimas…

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Mi escapada catalana fue simple y sencillamente ESPECTACULAR. Mis anfitrionas, Mr. A y el pequeño T. cambiaron parcialmente sus rutinas para complacer mis caprichos, dieron la milla extra para acompañarme a crear momenticos memorables y me hicieron sentir parte de su cada vez más admirable familia. La pasé TAN bien que mayor parte del tiempo olvidé que la razón por la que estaba allí no era alegre, olvidé que aunque mi amiga continuaba siempre sonriendo y aferrándose a la vida como el primer día, su cuerpo estaba cada vez más débil, no sólo por la enfermedad, sino también por los efectos de los tratamientos para enfrentarla…

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Era curioso,  que si bien es cierto que fue hace ya varias décadas que fui picada por el bicho de la fotografía, creo que jamás había insistido tanto en documentar la realidad de una persona, era como si algo en mí me empujara a convencer a todos de inmortalizar aquellos momenticos y, opuestos a lo que suele suceder, accedieron con bastante facilidad y todos fluimos al ritmo de mi instinto.

Tras haber agotado mi tiempo en Barna llegó el día de su cumpleaños y, según planeado, Ana y yo nos fuimos de brunch a un coquetisimo lugar, no muy lejos de su casa. Recuerdo su sonrisa al romper el huevo benedictino que se le había antojado. Recuerdo también como brincó de alegría al ver a su amado llegar de sorpresa con un ramo de rosas. Nos dimos un festín: comimos hasta más no poder y hablamos tanto que se nos pasó el tiempo por lo que tuvimos que, literalmente, salir corriendo.

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Apenas tuve tiempo de decirle adiós, apresurada le di como 78 micro besos y abrazos, le dije de forma resumida cuánto la quería, cuanto la respetaba y cuánto la admiraba… Recuerdo que me dijo algo como “Maritch, cállate para no irnos en sentimiento”, recuerdo como si hubiera sido ayer haber sentido una mezcla de paz y gratitud en su mirada, recuerdo pensar que ¡mi Anita era una cosa tan grande que no paraba de irradiar luz! y recuerdo el salir corriendo a cerrar equipaje y tomar el taxi que me llevaría a la estación. Si algo teníamos claro era que el tren no esperaría por nadie y que mi presupuesto no me permitía errores.

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Así fue como en febrero 6, me tocó abordar el vagón número 6 y tomar el asiento número 6A, con a de Ana, del AVE que me llevaría de Barcelona a Madrid.

Al irme de su casa yo podía sentir que jamás olvidaría ese día y en el trayecto me di cuenta de que si bien no podía estar más desubicada con respecto a mi lugar en el mundo, no tenía la menor duda de que en ese momento estuve donde y con quien debía estar.

Hasta recuerdo habérselo mencionado a Carla Jovine, en una conversación donde le contaba emocionada de lo linda que había sido mi experiencia con nuestra amiga común…

Lo que en aquel entonces no sabía es que yo, sin haberlo ni siquiera previsto, había tenido la suerte de documentar el último primer día de clases de esa familia, estando físicamente unida, ni que había sido privilegiada con el lujo de haberla acompañado a celebrar la vida en ese, el último cumpleaños de Ana Laura.

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Y así es como me encuentro nuevamente acá, sorprendida de cómo la muerte tiene esa maravillosa facultad de hacernos reflexionar acerca de la vida, tanto la que compartimos con quien se marchó como la que nos queda por vivir, ahora sin su presencia.

Te confieso que desde que me enteré de su muerte estoy tratando de evitar aceptar que mi Anita ya no está, que ya no responderá mis mensajitos, que no me saltará de la nada con preguntas o consultas súper curiosas y que sus ocurrentes narraciones no continuarán sorprendiéndome de las formas más inesperadas…

Te confieso también que tras haber conocido las distintas etapas de su proceso me veo altamente tentada a declararla una de las más feroces guerreras con las que el cáncer se ha topado. Pero no lo hago porque ella nunca fue muy fan de ese concepto pues, según afirmaba, lo de luchadora no le sonaba ni a sanación ni a paz interior, y eso era lo que ella intentaba encontrar en cada momento.

Hoy, algunos días y muchas lecturas después de haber iniciado este texto me lanzo a publicarlo y lo hago profundamente agradecida de haber tenido la dicha de compartir y disfrutar de la amistad de una mujer excepcional, una que no luchó contra el cáncer, porque carajo acá el maldito cáncer no puede ser el protagionista de la historia. Acá la protagonista es esa persona que por amor buscó -hasta el último momento- aferrarse a la vida, esa que sacó todas sus fuerzas para crear momentos memorables para quienes estábamos en su entorno, esa que marcó a tantos con sus lecciones enseñadas a ejemplo puro. La dueña de esta historia es Ana Laura, esa cuyo carácter, determinación y valentía protagonizan prácticamente todos y cada uno de mis recuerdos a su lado.

Tengo tanto que decir, tanta frustración que compartir y tanto dolor que liberar… que creo que mejor me callo y dejo aquí este “hasta luego” y, al igual que ella, en vez de enforcarme en lo jodido que será el acostumbrarme a su ausencia, me concentro -y si la conociste te invito a que lo hagas tú también- en apreciar la dicha de haber sido tocada por su luz.

Mi Anita ya no está en cuerpo, pero te aseguro que el reflejo de su esencia vibrará por siempre en mí y cada uno de los que fuimos bendecidos con su amor.

 

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