La odisea de ir de compras en Addis Abeba

Hay personas que disfrutan ir de compras, yo no suelo ser una de ellas.

Confieso que (en sentido general) esta actividad me aburre y que entiendo que una de las más maravillosas ventajas de mi ciudad natal (Santo Domingo, República Dominicana) es que cuenta con una amplia diversidad de centros comerciales y supermercados perfectamente equipados al punto de que bastan con ir a uno para conseguirlo prácticamente todo.

De mi tiempo en Madrid recuerdo que aún existía, aunque iba ya en decadencia, una notable segmentación en los establecimientos: la carne en la carnicería, el pan en la panadería, el pescado en la pescadería, las frutas y verduras… En fin, que había un lugar para todo. En mi ciudad no es así (al menos desde que yo tengo uso de memoria) y esta ‘falta de costumbre’ ha hecho que ir de compras en Addis Abeba sea una real, auténtica, demandante y agotadora odisea.

Si leíste mi post anterior sabes que vivo en el **** de la ciudad, de hecho hay quienes debaten (porque puristas los hay en todas partes) que mi casa no queda en Addis, lo cual significa que a menos que compre en el micro supermercado de la zona, para adquirir alimentos debo conducir al menos unos 10-15 kilómetros. ¿El problema? No sólo no existe UN sitio donde encontrarlo todo: acá son normales las intermitencias en la distribución.

Ojo, no me refiero a que los productos estacionales desaparecen cuando no es la temporada, porque eso pasa en todas partes. Nooooooo, me refiero a cosas tan elementales como que de repente no hay azúcar en toda la ciudad, que no tienes donde comprar (los botellones de) agua potable o que no tienes donde rellenar el tanque de gas.

Todo esto me había resultado hasta ahora impactante, pero ya me he hecho un mapa (mental y virtual, con la ayuda de Google) de los distintos proveedores de mi preferencia y, gracias a que nos habían advertido este tipo de situaciones, hasta ahora estábamos resolviendo con lo que habíamos traído de Alemania.

Pero lo de hoy, lo de hoy fue el colmo de los colmos [inserta acá el sonido de un largo suspiro]. El miércoles vendrán algunos amigos a casa y le dije a Roland que iría con Yared y Emebet al mercado a comprar los ingredientes que nos hacen falta, al despertarme vi un mensaje donde el se disculpaba pues se había dado cuenta de que accidentalmente se llevó el estuche donde guardamos el efectivo para los gastos de la casa, en pocas palabras por su error me había quedado sin dinero y tendría que pasar por su oficina para darle refill a la billetera.

Agrego una parada inicial en mi trayecto, me monto en el vehículo y tan solo salir de mi residencial me doy cuenta de que casi no tiene combustible. ¡GENIAL! Pensé, pero seguí adelante. Conduje hasta la oficina de mi flamante esposo, busque el susodicho dinero y me dirigí a la estación de combustibles más cercana: ¡oh sorpresa, había una fila de al menos 30 vehículos esperando! Iremos a la próxima, le dije a mis acompañantes y continué conduciendo.

El marcador del vehículo empiezó a parpadear y con él yo me iba poniendo más y más nerviosa. Este es un carro de alquiler cuyo rendimiento desconozco, por lo que es un riesgo andar con el tanque vacío. ¡GRACIAS, AMOR! Pienso con un poco de ira, pero sigo conduciendo.

La segunda y la tercera estación de combustibles estaban totalmente cerradas, sus empleados estaban sentados al frente y se entretenían rebotando a todas las almas que, como yo, estaban perdidas. En la tercera y la cuarta estación solo vendían diesel; y en la quinta y la sexta esto era lo único que quedaba. Honestamente no recuerdo cuantas veces me detuve, pero me vi en la obligación de conducir unos 10 kilómetros más allá de mi destino para finalmente encontrar una estación con una fila de unos 10 vehículos que tuviera disponible el preciado líquido.

Estoy segura de que perdí unos cuantos minutos, por no decir horas, de vida con la angustia que en mi fue creciendo con cada parada, con cada semáforo en rojo, con cada autobús que me obligaba a frenar y acelerar según le aparecían clientes, con cada estación donde me informaban la incómoda realidad.

¿Lo más cómico? Tras cada fracaso mi frustración aumentaba y Yared decía, inocentemente: «No problem, next!» a lo que yo solo podía responder: «We DO have a problem! The car will stop!!!! No gasoline, NO car, that IS a problem!!!!». Honestamente creo que el nunca entendió las implicaciones de la situación y que estábamos a punto de quedarnos a pie… Esta vez me tomó cerca de una hora y unos 10 kilómetros encontrar combustible; la semana pasada nos tomó unas tres horas encontrar donde rellenar el tanque de gas para cocinar, más de 8 establecimientos para encontrar azúcar y más de 6 paradas para encontrar agua potable.

Cada vez me voy acostumbrando más a la vida en Addis Abeba, me voy adaptando más y mejor a su realidad, voy encontrando sus señales de desarrollo, voy descubriendo sus agradables secretos. Pero creo que nunca, NUNCA, podré entender como en una de las principales capitales de todo un continente pueden, en el siglo XXI, suceder este tipo de cosas. ¡Bienvenida a África! Me dirán algunos, mientras sonríen con macabra sinceridad y yo respiro profundo, porque no me queda de otra.

 

 

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